EEUU 2020: ¿qué diablos pasó el 3 de noviembre?

Bandera estadounidense en un mítin electoral en EEUU. Foto: Bastian Greshake Tzovaras (CC BY-SA 2.0). Blog Elcano
Bandera estadounidense en un mítin electoral en EEUU. Foto: Bastian Greshake Tzovaras (CC BY-SA 2.0)
Bandera estadounidense en un mítin electoral en EEUU. Foto: Bastian Greshake Tzovaras (CC BY-SA 2.0). Blog Elcano
Bandera estadounidense en un mítin electoral en EEUU. Foto: Bastian Greshake Tzovaras (CC BY-SA 2.0)

Muchos esperaban que, después de casi cuatro años de caos y confrontación, el 3 de noviembre –día de las elecciones en EEUU– fuera un punto de inflexión. Los dos candidatos habían insistido en que luchaban por el “alma” del país. Si Trump resultaba ganador, EEUU revelaría al mundo el carácter que quería tener como país; pero si los estadounidenses le rechazaban, significaría que la nación buscaba una trayectoria diferente: “policy over personality”.

Ninguna de las dos cosas ocurrió. Votar para que Donald Trump abandonara la Casa Blanca no ha resultado suficiente para decir que EEUU no es solo Trump, porque ese importante apoyo que ha tenido sigue estando ahí, y sigue representando una buena parte del “alma” del país. Un apoyo que obliga a los estadounidenses a reflexionar sobre el sistema, sobre las creencias y sobre las prácticas políticas que llevaron a su elección en 2016, pero también sobre la intolerancia, la xenofobia y el clasismo en el país.

Lo que sí ocurrió el 3 de noviembre fue la tormenta perfecta: una elección muy reñida, una participación muy alta, y gran número de votos por correo. Es lo que transformó la noche electoral en la semana electoral.

Lo había advertido Bernie Sanders, aunque el propio Trump llevaba meses hablando de sus sospechas sobre los votos por correo, y que haría lo imposible para que no le arrebataran la presidencia. Todos estábamos preparados para este escenario. Pero es cierto que, pocos días antes de las elecciones, había cierta euforia entre los demócratas y los anti-Trump con ganar Florida, lo que allanaría el camino hacia una victoria rápida de Biden (Trump ganó 306 colegios electorales en 2016, si le restamos los 29 de Florida, sumaría 277; teniendo en cuenta que no ha tratado de ampliar su base electoral sino mimar a sus fieles, no ganar este estado significaba que las posibilidades de vencer eran prácticamente nulas). Al perderse Florida al principio de la noche, pasó lo que tenía que pasar: habría que esperar a los estados del “cinturón de óxido”.

Una carrera tan reñida ha obligado a contar hasta el último voto (si hubiera habido un claro ganador en un estado, hubiera sido fácil predecirlo con solo un porcentaje de las papeletas). Y, además, la gran cantidad de votos por correo requería muchos más recursos que los que tenían muchos condados, con lo que el tiempo resultaba imprescindible. Y a pesar de las críticas al proceso, lo cierto es que el retraso en el conteo no significa que éste no esté funcionando, sino al contrario, que está funcionando muy bien. Lo malo es que hay que esperar; lo bueno es que los estados están haciendo el recuento de manera muy precisa y con mucha transparencia.

Con lo que no se contaba era con la magnitud del voto para Donald Trump, que indica que se habría sobreestimado el apoyo al candidato demócrata. Las expectativas demócratas por el Senado tampoco parecen cumplirse –se esperaba, por ejemplo, que la republicana Susan Collins perdiera su escaño en Maine– y aunque se mantiene la Cámara de Representantes, los demócratas también pierden algún escaño.

De nuevo las encuestas, como en 2016. De nuevo habrá que reflexionar sobre su metodología, sobre la adecuada valoración del “efecto Trump”, sobre las variables no tenidas en cuenta, sobre lo difícil que es hacer encuestas durante una pandemia y, por supuesto, no olvidarse nunca de que los márgenes de error son una realidad. Quizá las encuestas deberían limitarse a proporcionar unos datos aburridos que no sirvan para hacer predicciones, pero será difícil en el país de los pollsters.

Lo que sí parece claro es que la potencial victoria de Biden será posible gracias, sobre todo, a la América de las ciudades, pobladas y diversas. Ya en 2016, 10 de los 13 estados más urbanos votaron por Hillary Clinton, y 12 de los 14 más rurales votaron por Donald Trump. Esa tendencia se acentuó en 2018, a pesar de que los demócratas retomaran el control de la Cámara de Representantes, ya que los republicanos ampliaron sus márgenes en las zonas rurales. Y San Diego ha dado un vuelco en los últimos cuatro años con un fuerte giro hacia la izquierda, siguiendo la tendencia de las grandes urbes. Esta división se acentúa al tiempo que crece la polarización: diferencias entre los que quieren un mayor control sobre las armas y más tolerancia ante la diversidad racial y de género, y los que apoyan mayores restricciones al aborto y a la inmigración; con los ciudadanos de las urbes perdiendo elecciones, aunque voten más, mientras que el Senado da una fortaleza desproporcionada a las áreas rurales. Aunque siempre hay excepciones: Florida, Arizona y Texas han votado por Trump, y Vermout y Maine siempre serán demócratas.

Quizás pensando en esa dicotomía urbano-rural los demócratas no solo han tratado de restaurar el estatus quo en Michigan, Pensilvania y Wisconsin, que ganó Trump en 2016, sino que han ido hacia el sur, pensando en la posibilidad de llevar un cambio al Sun Belt, a la cuna del actual republicanismo, y se han acercado, aunque tímidamente.

Otra incógnita es el efecto de la pandemia en la decisión del voto. Todo indica que ha tenido un importante impacto en Wisconsin, pero en lugares como Iowa y Ohio, duramente golpeados por la pandemia, se esperaba que su entusiasmo por los republicanos o el presidente hubiera sido menor. Lo que no hay duda es de que la pandemia ha sido el detonante del histórico voto por correo.

También, como cada ciclo electoral, vuelven a oírse las voces que piden una reforma del proceso electoral. La proporción entre población y colegios electorales favorece claramente a los estados más pequeños demográficamente, y a las zonas rurales sobre las urbanas. California –el estado más poblado– tiene solo 18 veces más colegios electorales que Wyoming –el menos poblado– aunque tenga una población 70 veces superior.  Si a ello se le suman algunas prácticas de supresión del voto, resulta que los demócratas deben ganar el voto popular por al menos 4 puntos para poder ganar el colegio electoral. Cabe recordar que los republicanos han ganado el voto popular solo una vez desde 1992, y fue en 2004.

Lo más destacable, por novedoso y porque apunta a mayores cambios en el 2024, es que, en 2020 el electorado ha sido menos blanco (del 71% ha bajado al 65%) y más diverso que en el 2016; y que si se confirma la victoria de Biden en Arizona, sería un cambio histórico, al igual que el que estamos viendo en Georgia, que le debe mucho a Stacey Abrams.

Y ahora, ¿qué? El 8 de diciembre (safe-harbor deadline) es la fecha límite para que los secretarios de estado determinen un ganador y envíe los electores (personas físicas) a la capital de cada estado para que firme el certificado de verificación (certificate of ascertainment), que se enviará a la presidencia del Senado de EEUU en Washington, y que es lo que de verdad elige al presidente de EEUU. No se sabe todavía qué podría pasar si se retrasa el conteo. Pero en el momento en el que haya un presidente electo, sería el arranque del periodo de transición.

Un periodo en el que el presidente electo empieza a formar su equipo y su gobierno, y recauda información en las agencias federales, mientras que hay más incógnitas sobre lo que podría hacer Donald Trump. Lo deseable sería que aprovechara para firmar ese esperado paquete de ayudas para hacer frente a las consecuencias de la pandemia, pero no podrá traerse a todas las tropas de Afganistán antes de Navidad como había prometido.

A pesar del “espectáculo” que llega desde EEUU, no debemos de olvidar que los estadounidenses han hecho un gran ejercicio de democracia con una histórica participación. Si además tiene como resultado una salida de Trump de la Casa Blanca, la temida polarización sin duda se rebajará. Porque, si bien ya había signos de división antes del 2016, ha sido él quien ha contribuido a exacerbarla desde el despacho oval, haciendo un dudoso uso de las herramientas que le brinda la presidencia. Es cierto que con un nuevo presidente seguirá habiendo gente que no quiera ponerse la mascarilla y que niegue el cambio climático. Pero disminuirá la división, porque no habrá un presidente encendiendo la llama desde la Casa Blanca.

No será tampoco fácil, sobre todo ante el posible escenario de tener un presidente y una cámara de representantes demócratas, y un Senado republicano (aunque Biden y McConnell son viejos conocidos y este último fue el único senador republicano que fue al funeral del hijo de Biden). No es el mejor escenario para iniciar una intensa agenda legislativa como desea Biden, pero habrá que buscar un terreno común y hacer concesiones por ambas partes. Porque el “alma” de EEUU seguirá en juego.